En La sustancia (2024), el miedo a envejecer lo es todo. Pero también, es el motor impulsor de cada una de las decisiones de los personajes en la película. En especial, cuando la belleza, la juventud y el poder que brinda el privilegio del atractivo físico, se convierte en un escenario terrorífico que invita a cualquier exceso. No obstante, la directora Coralie Fargeat, analiza el tema de todo lo que cualquiera haría por resultar irresistible, sin caer en el sermón. En el guion — que la directora también escribe — nadie está preocupado por las consecuencias de esa avaricia desmedida. En lugar de eso, todo gira en cómo satisfacerla.
Por lo que la historia escoge al epítome contemporáneo de la vanidad y la celebridad. Elisabeth Sparkle (Demi Moore), es una actriz ganadora de Oscar que, ahora, atraviesa momentos complejos en su vida. Todo, porque su época de mayor lozanía y sexappeal pasó. Moore interpreta el papel con un cierto cinismo que deja entrever que el conflicto que atraviesa Elisabeth no lo es desconocido del todo. Y de hecho, uno de los puntos más fuertes de la película es que tanto se atreve la actriz para mostrar la desesperación y las fronteras de la cordura de su personaje. Mucho más, porque La sustancia dedica tiempo e interés, en explorar un mundo misógino y violentamente sexista.
Pero, en esencia, el tema de la película — no del todo — no es una crítica acerca de la obsesión estética actual. Antes que eso, La sustancia es más cruel al mostrar cómo el mundo es capaz de desechar a cualquiera. De convertir la adoración colectiva en un arma para la manipulación. Pudiera parecer un punto muy complejo para una cinta de body horror. No obstante, la directora solo utiliza lo necesario para crear un contexto incómodo.
El dilema de la belleza imposible
De una conversación en que uno de los personajes mastica con la boca abierta — y recuerda que puede hacerlo porque es poderoso — a la forma en Elisabeth se autoagrede, solo por ser una mujer madura. La cinta prepara el terreno para que cuando ocurre el centro de su premisa, todo sea comprensible y nada parezca una dramatización de la angustia contemporánea por ser atractivo.
Hay mucho de David Cronenberg y su forma de convertir el cuerpo en un mapa de pesadilla en La sustancia. Pero la historia, que pudiera volverse con facilidad moralista e incluso, un manifiesto feminista, es un relato sobre degradación. Moral, física y mental. Por lo que su directora experimenta con juegos de cámara y una estética grotesca — que termina por ser repugnante — para mostrar hasta qué punto la necesidad de ser reconocido puede volverse un monstruo. En tiempos de la celebridad instantánea, La sustancia explora con inteligencia en puntos que convierte en un juego de escenarios repulsivos.
Un enigma sangriento
Por lo que cuando Elisabeth llama a un teléfono misterioso, la cinta comienza a ordenar pieza a pieza de lo que en los primeros diez minutos narró con habilidad. El personaje es invitado a vivir la experiencia de una versión mejora de sí misma, que, además, le demostrará que todo su talento — desdeñado por considerarla demasiado mayor — puede volverse su mayor arma. En otras palabras, que el enigmático procedimiento privado al que le invitan a participar, hará surgir lo mejor de sí misma. Todo con su experiencia actual.
El guion guarda bien sus secretos, por lo que cuando muestra que la idea anterior es cruelmente exacta, la película avanza hacia lugares originales y brutales. La “nueva yo” de Elisabeth es una criatura, generada por su cuerpo y las propiedades de la sustancia, que emerge de su espalda. La directora logra que el contexto que brindó antes, haga que las explícitas escenas de horror, sean crueles pero no gratuitas. Buena parte de La sustancia, tiene la capacidad de hacer que las decisiones visuales más extravagantes, tengan sentido y dentro de su contexto, comprensibles. Nada parece fuera de lugar o una concesión a ser más repulsiva. Un logro que la directora logra en varios de los momentos más incómodos de la cinta.
Los monstruos realistas de ‘La sustancia’
El ser que crea el cuerpo de Elisabeth (interpretada Margaret Qualley) podrá ser todo lo exitosa, sexualmente apetitosa y poderosa que la mujer de la que procede fue en su juventud. Es entonces, cuando La sustancia alcanza sus mejores puntos. Coralie Fargeat crea una combinación entre los planos simétricos que dan la sensación que la belleza abarca al mundo entero. Al mismo tiempo, utiliza primeros planos muy cercanos, para mostrar la forma como la belleza llega a su punto máximo y después, se desploma hacia lo monstruoso.
La cinta es tan exagerada e incómoda, que, por momentos, será complicado diferenciar entre el placer que promete la nueva existencia escindida de Elisabeth y una crueldad extrema. Para la ocasión, la directora muestra heridas, vísceras derramadas y muertes de forma muy gráfica, pero sin perder un cierto sentido de lo estético. La cinta juega con su versión de Doctor Jekyll y Mister Hyde, desde las luces y sombras que todo ser humano guarda. Pero mucho más, de la necesidad de complacer sus lugares más tenebrosos y codiciosos. La combinación resulta la mayoría de las veces terrorífica y en otras, burlona. Un equilibrio que la directora mantiene sin perder nunca su tétrico sentido del humor.
Por supuesto, tomar todas las piezas de una historia y darle un final a la altura de las expectativas, no es sencillo. Coralie Fargeat lo logra a medias y aunque en el tercer tramo la cinta pierde mucho de la energía maniática que la sostuvo, continúa siendo sorprendente y terrorífica. Con una escena final que pasará a la historia del cine de terror, La sustancia cumple, al menos, sus mayores promesas. La de contar una historia de miedo a la medida de una generación obsesionada por el aspecto físico.