Cuando el fenómeno de Tren a Busan, de Yeon Sang-ho, estalló en el 2016, se debió en esencia al apoyo de las plataformas streaming y a un boca a boca que convirtió a la película en suceso inmediato. Además, claro, el filme tenía todo para asombrar a un público en busca de la necesaria reinvención del género zombi. Efectiva, bien construida, con algunos momentos de inesperada emoción e incluso un punto trágico que hizo soltar a más de un fanático unas cuantas lágrimas, la película fue la combinación ideal entre el momento perfecto y un argumento ingenioso, con un perfecto remate hacia algo más elaborado. ¿Una secuencia? ¿Una franquicia? Todavía no estaba claro, pero era evidente que Yeon Sang-ho había dado en el clavo con un producto lleno de posibilidades.
Tal vez por ese motivo la decepción con respecto a Península (2020) sea mayor. Sin duda, Yeon Sang-ho aprendió bien la lección e trató de jugar las mismas cartas. Desde la combinación de referencias a los toques de la clásica survivor movie contada en varias historias en paralelo, el director intenta con la secuela inmediata de su éxito más conocido profundizar en el mapa del mundo que creó y que, según las últimas escenas del guion anterior, estaba siendo estratificado y trataba de protegerse del apocalipsis zombi en puertas o en pleno desarrollo.
Península responde a la pregunta y toma el riesgo de moverse en un espacio más amplio, mucho más ambicioso y, como cualquier secuela que se precie, mucho más aparatoso y extravagante. El resultado es una especie de híbrido entre una película que intenta narrar el después a la llegada de los zombis y lo que ocurre en un mundo asolado por lo no muertos, con cierta intimidad sugerida y un manido juego en apariencia emocional que no se sostiene en ningún aspecto.
Quizá se trate del hecho de que Yeon Sang-ho intenta la misma propuesta — seguir con ojo acelerado a los sobrevivientes de una plaga mortífera — en un escenario enorme, lo que desestructura la tensión que hizo famosa a Tren a Busan. Ampliar un universo implica recorrer su mitología, la tensión añadida a nuevas ideas y nuevas preguntas pero, en especial, una percepción sobre la realidad que pueda abarcar todo lo que el guion desea narrar.
Península está muy lejos de lograr el impacto del miedo a la amenaza que logró el filme original. El mundo postapocalíptico que muestra Yeon Sang-ho tiene mucho de una serie de referencias inmediatas que, juntas, cuenta con un aire de desorden incómodo y, por momentos, inexplicable. Es inevitable no comparar las secuencias que muestran a personajes huyendo en busca de un lugar seguro con Guerra Mundial Z (2013), de Marc Forster, que utilizó el pánico urbano y la necesidad de la supervivencia como un sustrato válido para comprender a los personajes en sus motivaciones.
Por el contrario, Yeon Sang-ho intenta crear una sensación de urgencia basada en lo inmediato pero, al final, no encuentra una manera de hacerlo creíble. De hecho, el guion no las tiene todas consigo al unir piezas y construir una percepción del peligro latente. La historia pierde fuerza y sustancia a medida que se hace más universal y, cuando realmente comienza la acción —escenas formidables que se pierden entre el desorden argumental— , ya la película ha perdido la suficiente potencia como para poner a prueba la paciencia del público.
La trama, por supuesto, depende otra vez de la forma en que sus personajes se hacen preguntas morales y emocionales: Jung-seok (Gang Dong-won) intenta salir de la Corea del Sur asediada por una tragedia colosal. Lo hace, mientras debe decidir si la sangre en el hombro de ese padre de familia al que quiere ayudar es algo incidental o prueba de algo más peligroso.
Yeon Sang-ho trata con cuidada intención de brindar a la película la misma connotación del bien y del mal morales que sorprendieron en Tren a Busan. Pero todo ocurre muy aprisa, con demasiado baches narrativos como para tener impacto. Una decisión trágica tras otra hacen avanzar el tiempo en pantalla y, de pronto, la historia se encuentra a cuatro años del comienzo como si, en medio del caos, las líneas temporales también debieran mostrar ese rastro de paradoja hacia lo inexplicable y lo irracional.
Es entonces cuando la película se desploma gradualmente y termina por ser una especie de espacio turbio entre varias situaciones en paralelo: una historia que parece describir la supervivencia, un giro de acción que incluye veinte millones de dólares y, por supuesto, las insistentes preguntas de conciencia que el director plantea como si fueran imprescindibles para comprender todo lo demás. La película entera parece dividirse en dos partes sin relación entre ambas, y esa ruptura no muestra la cualidad escindida de la caída de la civilización o las vicisitudes del sobreviviente. Solo son dos historias levemente emparentadas entre sí que, de una forma, rinden homenaje a un universo mucho más grande. Hay elementos de Mad Max (1979), de George Miller, repartidos en medio de los ruinosos vehículos y el ambiente agresivo y violento. Pero el resultado sigue sin ser efectivo, atractivo o al menos de interés.
Muchas cosas suceden a la vez y de manera poco clara. Es evidente que el director busca relacionar la acción con los zombis, con la angustia de escapar, ponerse a salvo, de evitar la muerte. Pero en un mundo en que los zombis parecen ser el menor de los problemas, la premisa de Yeon Sang-ho pierde fuerza, audacia y frescura. Para el final, es inevitable preguntarse si este universo disparatado puede volver a encontrar su sentido del miedo, de la búsqueda del consuelo y el dolor, de la identidad que hizo famosa a su predecesora. Y es probable que la respuesta sea no.