No hay una manera fácil — ni una sola — para entender Megalópolis, una película que parece fruto de una ambición desmedida con dificultades en su ejecución. No en vano, a esta premisa que combina distopía, drama, filosofía, existencialismo y docenas de puntos de vista acerca del mal, le llevó décadas finalmente rodarse. También, hizo que su realizador Francis Ford Coppola tuviera que recurrir a todos sus recursos — económicos e intelectuales — para hacerlo.
Por lo que en la película, hay mucho de una obra incompleta o armada en trozos de una idea mayor. También, de una necesidad de explotar el lenguaje cinematográfico hasta sus límites más complejos. En algunos tramos, Megalópolis parece lenta, insustancial o que le faltan recursos para expresar buena parte de sus ideas. O en otros, que todo se subraya en exceso para no dejar duda que la cinta aspira a la gloria. Cualquiera que sea el extremo, Megalópolis evita explicaciones rápidas y obliga al posible espectador a prestar atención a sus cientos de detalles y paisajes morales.
En esencia, el argumento no es excesivamente complejo, aunque sí, su manera de contarse. La ciudad de Nueva Roma, está llamada a ser una capital que signe el destino del mundo. Eso, mientras la sociedad que la rodea se desploma con rapidez. El director se apresura a mostrar este paisaje de ilusiones a punto de romperse como una obra de teatro. La desgracia está latente y también, la pequeña esperanza que todo esfuerzo, se convierta en un bien mayor.
Megalópolis
Megalópolis es una épica futurista que mezcla una historia distópica con una larga reflexión sobre la caída de grandes imperios corruptos. Todo, en un espectacular apartado visual barroco que su director Francis Ford Coppola utiliza como escenario de largas conversaciones existencialistas y terrores al futuro. La combinación pocas veces funciona, pero cuando lo hace sorprende por su ambición.
Existencialismo y distopía en ‘Megalópolis’
Con todo esto establecido, el guion — que también escribe Coppola — va a lugares por completo nuevos. Lo que incluye, deleitarse en un apartado visual barroco, que es una mezcla de poco sutiles referencias a obras futuristas que van desde Metrópolis de Fritz Lang hasta Brazil de Terry Gilliam. Lo cierto es que no hay una sola imagen que no esté impregnada de un espíritu de querer deslumbrar. O al menos, de ser tan novedosa como para que Megalópolis sea imposible de comparar con cualquier cosa.
Por los que sus primeros diez minutos, son una épica visual y de argumento. Caesar Catalina (Adam Driver) tiene sueños enormes para Nueva Roma. Por lo que su punto de vista, es del un conquistador que desea correr todo tipo de riesgos. El director muestra la gallardía de su personaje haciéndolo correr riesgos y este aparente prólogo, analiza que todo sentido del futuro, está relacionado con sus planteamientos. La ciudad que se construye, será el foco de propuestas innovadoras, destinadas a cambiar el mundo.
De hecho, se podría decir que Megalópolis tiene el mismo impulso. La película tiene un aire de drama llevado a sus últimas consecuencias, todo en medio de la visión de Coppola sobre un futuro decadente. En algunos puntos, toda esta carga emotiva — con escenas ralentizadas, larguísimos diálogos en apariencia casual e imágenes impactantes — parece la superficie de algo más profundo. Pero otras veces, la pretensión de Coppola de contar una historia transcendental sin que sea demasiado original, se hace lenta y hasta tediosa. En especial, porque el nivel técnico — por momentos, prodigioso — no siempre está acompañado de una historia a la altura.
Personajes van, personajes vienen
Parte del problema de la cinta, es que todos sus personajes, a excepción de Caesar, entran y salen de la trama sin tener el menor interés. El alcalde Franklyn Cicero (Giancarlo Esposito en otra de sus actuaciones contenidas), tiene serias dudas que Nueva Roma sea algo más que un sueño. Un punto de vista que parecen compartir Clodio Pulcher (Shia LaBeouf) y Wow Platinum (Aubrey Plaza), ambos interesados en acechar el resultado de la construcción y apostar a su fracaso.
Por distancia, el personaje más interesante es el de Julia Cicero (Nathalie Emmanuel), hija del alcalde y directamente, el punto más emocional de la película. Su amor por Caesar, le da un sentido de heroína trágica que brinda a la cinta varios de sus mejores momentos. También, es una de las pocas figuras con desarrollo. De modo que la galería de héroes y malvados, no es suficiente para abarcar todo lo que la cinta muestra o intenta mostrar.
Un guion irregular y desordenado
De hecho, mucho de todo el anuncio de sus primeros minutos, se queda, precisamente, en la sensación que todo pasa fuera de cámara. O directamente no ocurre. El guion, que no deja de recordar cada cierto tiempo que esta es una historia sobre la caída de imperios y civilizaciones, no parece saber qué hacer con esa premisa. En lugar de eso, el relato se dedica a mostrar las profundas reflexiones de personajes secundarios o a meditar sobre el absurdo.
Un punto clave para entender la relevancia de Fundi Romaine (Laurence Fishburne), el chofer de Caesar, la aparente voz de la razón. Pero lo que deberían ser grandes diálogos — o al menos, parlamentos que sintetizaran el corazón de la película — se quedan en juegos de palabras vacíos. Megalópolis es mucho de esta incapacidad de llenar la promesa de un argumento denso y complicado. Para su segunda mitad y mientras ocurren docenas de escenas inexplicables — la mayoría destinadas a acentuar sus obvios paralelismos — la cinta perdió energía. En particular, porque es por completo incapaz de cerrar todos los cabos sueltos que ha dejado a su paso.
Una excentricidad de autor para la historia del cine
En 1984, Sergio Leone estrenó Érase una vez en América, su obra más personal, extraña y atípica. Se habló de un drama épico coral, que, décadas después, encontraría su público. Y eso debido, en esencia, a que es una historia contada a partir de las inquietudes del director y no, del ritmo convencional de una cinta comercial. Algo parecido, podría decirse de Megalópolis, una experimento a gran escala con toda la intención de marcar un antes y un después en la historia del cine.
Sin embargo, la obra — ¿final? — de Francis Ford Coppola, falla en alcance y profundidad. Aunque hay todo un estudio de la codicia, una ambición destructora e incluso, una aproximación a las tragedias y cómo cambian al ser humano, lo cierto es que nada se concreta. Los personajes dedican tiempo y energía a hablar, aunque no de ellos mismos, sino puntos abstractos que no aportan demasiado a la trama. De modo que la cinta va de escenas en lujosas oficinas a luchas entre gladiadores callejeros. Eso, en medio del anuncio que algo terrible está por llegar.
A pesar de eso, Megalópolis será recordada por ser una pieza cuidadosa que se quedó a mitad de sus promesas, tanto de argumento como en el apartado visual. Pero, cuando lo logra, sorprende, y deja claro, que Francis Ford Coppola tenía motivos para insistir en filmar su obra cumbre. Para bien o para mal, el director logró su sueño. Y es tan enorme como se anunció, a pesar de sus fallas.