La muerte fue el primer misterio para el hombre. Elevó su pensamiento de lo visible a lo invisible, de lo temporal a lo eterno, y de lo humano a lo divino. Y no son escasos los testigos que conservamos que muestran cómo de importante fue para nuestros ancestros rendirles el culto que merecían. Por muy alto que nos remontemos en la historia de los pueblos indoeuropeos, de los que provienen los pueblos griegos y romanos, cuna de Occidente, no encontraremos evidencia alguna que nos invite a pensar que estos hayan creído jamás que con la muerte se acaba la vida del hombre.
Para ellos con la muerte no se acababa todo; tampoco era un viaje celestial en el que el alma pasa a un nuevo estado de existencia. Antes de abrazar filosofía y la ciencia, el hombre primitivo creía que la vida continuaba bajo tierra. Testimonio de esta creencia tenemos en la literatura griega y romana y en el conjunto de tradiciones hindúes que han sobrevivido hasta nuestros días. Además, cuando se depositaba un cuerpo en el sepulcro se creía encerrar algo con vida, pues los primitivos deseaban «que la tierra le sea leve». Se le enterraba con ropa, armas, vasijas… y luego se derramaba vino y comida para apagar su sed y calmar su hambre.
Las almas que no eran enterradas donde correspondía, el hogar familiar, eran condenadas a vagar en pena hasta hallar el descanso en el suelo de su patria y el sepulcro de su familia. Un alma no enterrada quedaba obligada a vagar como fantasma que no podía recibir las ofrendas y alimentos que necesitaba. Su desgracia les hacía causar la desgracia a los demás atormentando a los vivos. Se creía que eran capaces de causar enfermedades, marchitar los huertos y perseguir a los vivos clamando sepultura.
Los antiguos no enterraban a alguien como muestra de dolor, sino porque era su deber procurarles el descanso necesario para que no los atormentasen. De esta creencia surgieron los primeros ritos y fórmulas que derivaron no solo en las primeras religiones, sino en la idea de la propiedad privada o el derecho. El hogar de un hombre era suyo porque allí estaban enterrados sus difuntos. Estos eran considerados seres sagrados, y se les daban los nombres más respetuosos que se podrían concebir, llamándolos buenos, santos y bienaventurados. Se les veneraba y temía como a dioses porque, en su opinión, cada muerto era un dios. Estos ritos están recogidos en detalle por el historiador Fustel de Coulanges en La ciudad antigua, un estudio sobre el origen de las ciudades griegas y romanas.
Los muertos eran dioses
El muerto cuyo culto quedaba descuidado se convertía en un dios maléfico, pero aquel a quien se honraba era un dios tutelar que amaría a quienes les llevasen el alimento y los protegería tomando parte de sus asuntos. A estos dioses se les llamaba manes, y en las tumbas se podía leer Dis Manibus, que en latin significa “dedicado a los dioses manes”, en lugar del cristiano “descansa en paz”.
«¡Ten piedad de mí y de mi hermano Orestes; haz que vuelva a este país; oye mi súplica, padre mío, y atiende a mis votos aceptando mis libaciones!», pedía Electra a su padre fallecido en la tragedia de Sófocles.
Además, se creía que el muerto no aceptaba las ofrendas sino de las manos de los suyos, que no quería culto más que de sus descendientes y que la presencia de cualquiera, que no fuese de la familia, turbaba el reposo de los muertos; y por eso la ley prohibía a todo extraño acercarse a un sepulcro. Faltar a este deber era el mayor crimen que podía cometerse, puesto que esta interrupción perjudicaba a los muertos y atentaba contra su bienestar. Hoy en día se consideraría un parricidio múltiple contra todos los antepasados de la familia. Por el contrario, si no se desatendía al muerto y se le trataba y adoraba como merece, éste se convertía en un dios protector.
Bajo estas creencias nace la idea de primogénito, padre de familia o la unión matrimonial que han definido hasta casi nuestros días la vida en sociedad. La religión no tenía templos, sino hogares. Y no se transmitía sino de padres a hijos, que heredaba la creencia, culto y el deber de ofrecer la comida fúnebre a los muertos. La generación establecía, por tanto, un poderoso lazo entre el hijo que nacía y el padre que moría.
Las familias fueron agrupándose en tribus y luego en ciudades. El hombre en sociedad necesitó dioses comunes a los que adorar, la religión primitiva fue perdiendo poder y las tan estrictas leyes religiosas se fueron diluyendo en pos de construir una sociedad mejor que considerara a todos por iguales en lugar de clasificarlo sólo por su ascendencia y sexo.
El ‘Halloween’ de los romanos
No obstante, aunque las creencias fuesen cambiando, las costumbres se mantuvieron y han ido sobrevivido adaptándose durante siglos hasta nuestros días. Halloween llegó a Estados Unidos en el siglo XIX gracias a los inmigrantes irlandeses, y Hollywood ha logrado que se celebre en España y Latinoamérica. Pero esta tradición bebe directamente de los ritos y creencias sobre las que se fundaron las sociedades griegas y romanas en las que se basan todavía nuestras democracias.
En Roma se celebraban la Parentalia, una semana de fiesta en honor a los manes todos los años del 13 al 21 de febrero. El la medianoche del último día, tenía lugar la Feralia, una tradicional ofrenda que se realizaba sobre las tumbas de los antepasados mediante un arreglo de coronas, espolvoreo de grano, sal, pan empapado en vino y violetas. Así lo hizo Eneas sobre la tumba de Anquises tal y como lo narra la Eneida de Virgilio.
El 9, 11 y 13 de mayo se celebraban las Lemuralia, tres noches de rituales y exorcismos donde los romanos calmaban a los lemures, los espíritus de los hombres que habían muerto violentamente o de forma indigna. Recordemos que los muertos sin descanso eran dioses malvados. Por eso, a media noche, según dictaba la tradición heredada de generación en generación, recogida en los Fastos de Ovidio, el padre de familia se despertaba y se vestía para la ocasión. A continuación se introducía en la boca nueve habas negras crudas y las escupía una a una mientras caminaba por la casa redimiéndose a sí mismo y a sus muertos. Luego se lavaba las manos y repetía nueve veces: «Fantasmas de mis padres, marchaos».
Esta tradición pagana sobrevivió hasta que la Iglesia católica romana la hizo suya, convirtiéndola en el Día de los Mártires, celebrado el mismo 13 de mayo a petición del papa Bonifacio IV. Siglos más tarde, Gregorio IV incluyó a todos los santos en la festividad, y concretó que se celebrara el 1 de noviembre incorporando muchas de las peculiaridades del Samhain propio de la tradición celta.
Lo que hoy es un juego para los niños y un cutre reclamo comercial, antaño fue un deber ineludible en la vida de nuestros ancestros. Desatender a los muertos era el peor de los crímenes que se podía cometer, puesto que era un parricidio múltiple contra los antepasados de esa familia. Estas tradiciones basadas en el miedo y el agradecimiento a los muertos han logrado sobrevivir hasta nuestros días pese a los avances de la Ciencia porque las propias ideas de la vida y la muerte siempre han sido y serán los grandes misterios de la vida.