Anne Hathaway eleva los brazos y ríe a carcajadas. Maligna, poderosa e implacable como los grandes temores infantiles. Para entonces, Robert Zemeckis ya estableció la idea de que las brujas, esas extrañas y hermosas mujeres bajo las cuales se ocultan monstruos, están allí para aterrorizar y si es posible herir a los niños que se interpongan en su camino. De la misma forma que Roald Dahl, la nueva versión de película analiza la idea de ese secreto inquietante que ocultan un grupo de mujeres hermosas y peligrosas, tan cercanas como cotidianas. También lo hizo Nicolas Roeg en su versión de 1990, en una mirada mucho más colorida y cruel sobre la historia pero que dejó claro una idea muy concreta: el poder femenino es de cuidado.
Casi al mismo tiempo, el cuarteto de brujas adolescentes de The Craft reflexiona sobre el bien y el mal desde un espacio emocional muy distinto a la forma en que lo hizo Andrew Fleming en su versión del ’96. En la que la urgencia del mal, la rivalidad y el despertar sexual adolescente crearon una historia en que el poder de las mujeres debía medirse a través de su capacidad para entender la crueldad, el poder de la venganza e incluso el asesinato.
La nueva versión es un recorrido que se aparta del clásico cuento de la rebeldía que encuentra una forma violenta de manifestarse, para expresar ideas más cercanas a la sensibilidad actual. Pero el mensaje sigue allí, constante y poderoso: las brujas, las mujeres con una habilidad misteriosa y con tipo de poder que se sostiene sobre un relato invisible sobre los peligros de esos dones — obtenidos a través del enigma o de forma natural — siempre conducen a la amenaza.
¿Son feministas los nuevos relatos sobre brujas? ¿Incluso los antiguos? En una época en que el feminismo es una palabra en disputa y se debate en ámbitos políticos de manera más o menos inexacta, no son preguntas sencillas. Pero en Hollywood, la bruja siempre ocupó un lugar preponderante para entender a un tipo de heroína que no depende del valor masculino, independiente y formidable, difícilmente comparable a otro tipo de personajes.
¿Es ese un tipo de mensaje sobre la cualidad de la mujer sabia y con conocimientos?
En 1958, la película Me enamoré de una bruja, de Richard Quine, fue una de las más taquilleras y abrió la posibilidad de otras reinvenciones inofensivas del tema.
Kin Novak asombró por su considerable belleza por ser un personaje con algunas sombras enigmáticas, que deslumbró a la audiencia. En 1964, la inolvidable Samantha Stevens (Elizabeth Montgomery) se convirtió en un icono televisivo cuando enamoró de un orejón y simpático publicista en la serie Bewitched, que plantea el preludio de una situación que se repetiría en adelante en otras tantas versiones del tema: la bruja con el rostro de una mujer común.
Pero Samantha, a pesar de seguir las convenciones de la esposa de la época, era también una mujer brillante, simpática y llena de personalidad que llenaba la pantalla con un tipo de energía que la convirtió no sólo en una de las actrices mejor pagadas de su tiempo, sino a su personaje en un nuevo estereotipo de bruja que caló hondo en la imaginaria popular.
La sonrisa malvada
Por supuesto, tanto la Gillian de Novak como la Samantha de Montgomery eran reinvenciones amables e inofensivas de una idea mucho más poderosas.
En 1974, el director italiano Dario Argento brindaría al cine la bruja que perdura en la cultura pop incluso en la actualidad: una mujer implacable, poderosa, imprevisible y hermosa que además, puede aterrorizar a través de un poder secreto e inclasificable. Suspiria (y de hecho, la trilogía de La Madre) mostró a la mujer poderosa, emparentada directamente con un tipo de poder inquietante que ya no tenía relación con lo cotidiano, la bondad o los atributos que usualmente suelen atribuirse a los personajes femeninos en el cine y la televisión.
Las brujas de Argento eran poder puro, un tipo de malignidad portentoso que asombró y desconcertó a la audiencia.
Algo de esa concepción de la bruja atemporal y terrorífica, lo encarna Anjelica Houston, rodeada de calvas y malvadas compinches en La maldición de las brujas (1990) también basada en la novela de Roald Dahl; las tres bellezas de Cher, Susan Sarandon y Michelle Pfeiffer en torno a Jack Nicholson en Las brujas de Eastwick (1987), adaptación de la novela de John Updike.
Incluso la serie Embrujadas (1998), ese fenómeno televisivo tan espontáneo como imprescindible, para contar la historia de la nueva versión espectacular de la bruja, le dio un nuevo rostro al antiguo mito.
En el año 1999, El proyecto de la bruja de Blair recordó el poder del mito desde la perspectiva de esa visión inquietante de la mujer y su eterna dualidad entre el bien y el mal. También lo hizo la bruja de Robert Eggers en 2016, cuya reinvención trajo a toda nueva audiencia relatos orales sobre la condición de la mujer poderosa, y en especial en una versión inquietante sobre la manera en que se sostiene un lenguaje atípico relacionado con el misterio.
También en el 2016, La autopsia de Jane Doe de André Øvredal medita sobre la figura del poder de la mujer, subvertido y controlado a través de una versión temible sobre el dominio a través de la violencia.
En el 2018, el remake de Suspiria a manos de Luca Guadagnino de nuevo muestra a la imagen esencial de la bruja, aunque de forma más sutil de lo que lo fue para Argento y esa percepción silenciosa, es quizás la diferencia más evidente entre ambas versiones. Guadagnino crea una atmósfera enrarecida y ponzoñosa, que anuncia que algo cruel e impenitente que se mueve al fondo de los rostros y los cuerpos de los personajes.
Las brujas bailan y el baile es el centro de todo su capacidad para el mal y para el bien, lo cual convierte de nuevo otra vez a la mujer — su cuerpo, su forma de expresar el misterio — en el centro de un tipo de mitología en que la creencia colectiva sobre lo enigmático.
Y en la literatura
Terry Pratchett insistió en más de una ocasión en que escribía para “los extraños”, una frase que no solo abarca su obra, sino que también podría definirla.
Y nadie es más extraño que sus brujas: intrépidas, malhumoradas, malvadas a ratos, pero también irritantes y graciosas. Un universo en cada una de sus cabezas. No por casualidad, las protagonistas de la saga Mundodisco (1993–2015) resumen la sabiduría en una única palabra: la cabezología, esa ciencia inexacta de conocer cómo funcionan “las cabezas” — el pensamiento- de las personas.
Se trata por supuesto de una maravillosa analogía del sentido práctico de Pratchett para escribir fantasía. Su mirada sobre lo sobrenatural, lo inexplicable y lo asombroso tiene también una relación inmediata con una cierta percepción sobre lo cotidiano que resulta entrañable y conmovedora.
Pero tal y como su autor insistió, las brujas de Pratchett son personajes que no calzan bien en todos los lugares. Que se encuentran incómodas y forman parte de una percepción del bien y del mal de tenor muy terrenal. Para bien o para mal, Pratchett reconstruyó el estereotipo de la bruja para crear algo por completo distinto, pero sobre todo rico en matices y que sigue siendo punta de lanza en la actual forma de concebir la cultura de la bruja.
La eterna rebelde en la historia de la literatura
A la editora y escritora Marion Zimmer Bradley se le llamó con frecuencia feminista, debido principalmente a los fuertes y complicados personajes en sus obras. No solo creó toda una nueva visión sobre la feminidad dentro del género de la fantasía, sino que además su insistencia en crear heroínas no tradicionales creó una revisión del género que asombró al público y cautivó a lectores del mundo entero.
La saga Las nieblas de Avalón (1982) es una consecuencia de toda la visión de la escritora sobre lo lo sagrado y la heroína renovada. La historia -que tuvo un resonante éxito editorial durante los años ochenta- es una versión libre sobre la leyenda del Rey Arturo, esta vez desde el punto de vista de sus personajes femeninos.
Un giro que sorprendió por su frescura y esencialmente, su capacidad para definir una nueva interpretación sobre la bruja literaria. En esta saga son las mujeres -las brujas- quienes crean y construyen el mito, quienes asumen el protagonismo y el poder de contar, y tal vez por ese motivo la historia posee una inusual complejidad, una belleza de planteamiento y visión que incluso parece redefinir los esquemas de la novela de aventura y fantasía.
Con un pulso exquisito, la autora borda una historia donde la Antigua tradición de la brujería se entremezcla con los ideales del recién nacido reinado del Rey Arturo. Pero no solo se trata de una visión original de mito: hay una búsqueda de reivindicación en la figura de la mujer, una necesaria profundización en el lugar que ocupa en la historia e incluso, en la manera en cómo se fundamenta. Para Zimmer Bradley, las brujas representan esa metáfora primitiva de la tierra como madre y creadora.
Al otro lado del espectro se encuentra la bruja malvada y moderna imaginada por Anne Rice. Para la escritora, la bruja no es solo esa presencia inquietante al límite mismo del estereotipo y la leyenda que la sostiene. Su versión del mito es un intrincado mapa de ruta a través de las diversas encarnaciones de la bruja e incluso, propone la hipótesis del poder -o la conexión de la bruja con lo sobrenatural- a través del lazo consanguíneo.
Un tema que otros autores habían abordado desde distintos planteamientos, pero nunca antes de una manera tan profundamente meditada.
Quizás es el primer libro de la saga La hora de las brujas (1990) el que consigue el mejor resultado en su acercamiento a ese arquetipo de la bruja extraordinaria, la que crea su propia perspectiva sobre sí misma y del mundo que la rodea.
En lo que se advierte como una cuidadosa investigación de costumbres, hechos históricos y mitos, Rice entreteje una historia que avanza con paso firme a través de la historia de esta familia de hechiceras. Una pléyade de personajes que impresiona por su solidez.
La historia de la familia Mayfair relata en conjunto un mito desde una perspectiva curiosísima y sobre todo, tan humana que trasciende la mera intención de la historia como juego de luces y sombras a mitad de camino entre el terror clásico -con sus inevitables tintes góticos- y un tipo de visión sobre la mujer y el poder muy elocuente.
La bruja de Rice no se mira a sí misma como parte de una historia en común, sino que sostiene una herencia que recibe y que asume desde la cuna.
Por el contrario, la visión de John Updike sobre las brujas tiene mucho de reclamo cultural y poco de espectáculo literario: en Las brujas de Eastwick (1984) el escritor -con ese pulso de observador de la sociedad americana que siempre ostentó- miró al antiguo arquetipo como una forma de expresión de la mujer liberada, rebelde y poderosa de finales de la década de los sesenta. Su novela, con novedosos tintes eróticos, espectáculo mágico y una profunda necesidad de expresar la reivindicación femenina a través de una historia inusual, causó un considerable impacto en una época que aún estaba asimilando los cambios culturales que le había tocado vivir.
Updike asumió ese vínculo profundo entre las brujas y la madre tierra como una visión lineal del cambio de la estructura del papel de la mujer en la sociedad e incluso, de su percepción de sí misma. La historia, que nunca llega a definirse completamente entre lo asombroso y la aridez de la crítica cultural, sorprende y desconcierta a partes iguales.
Expresa esa idea de la mujer esencial, la devota, la creadora, la temible e incluso, la que se define así misma a través del elemento cultural. Un triunfo de la concepción personal.
¿Qué podemos esperar de las brujas actuales? Desde la belleza que hipnotiza al rostro monstruoso que aterroriza, las brujas están en todas partes, son una forma de creer y construir algo más poderoso. Un recorrido en medio de cómo se mira lo femenino y en especial, la relevancia de la figura de la mujer.